Confiada, esta
vez no tenía preparadas mis armas, no tenía la defensa alta. Pensé que eras
una visita ligera.
¡Ingenua y osada
yo! No cerré la puerta a tiempo y has entrado, como es tu costumbre, sin
permiso y a saco. Te has instalado en el sofá, en la cama, en cada uno de los
rincones de la casa.
En cada uno de los poros de la piel.
Aun hoy, que casi
ya anuncias tu partida, tengo miedo de que las palabras salgan inconexas de mis
dedos, apenas inteligibles o emborronadas. Miedo a no hacerte llegar lo que el
sentimiento dicta, miedo a seguir teniéndote miedo.
Y me gustaría cerrar los
ojos, para que no te pudieras mirar en ellos, tapar los oídos para no oír tu
llamada, sellar la boca para no pronunciarte. Pero me siento débil, demasiado
débil. Han sido días de niebla espesa, de lluvia constante, de soledad de todo
menos de tu compañía. Roto el cuerpo y quién sabe en qué lugar el alma. Días de pertenecerte entera, de ausencia de
todo menos de ti.
Y siendo fiel a mí
misma, he de confesarte, para que tu ego crezca que aún en este plantarte cara, has logrado en algún momento hacerme
sentir cobarde, vencida. Has afilado tanto las garras que no he podido
evitar las lágrimas saladas, aceradas, impotentes, de igual forma he sentido la
rabia recorrerme el cuerpo.
Y el miedo y la angustia se han hecho compañeras.
Se me rompe el corazón.