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Cielo parcialmente nublado; afuera no sé.

lunes, 22 de septiembre de 2014



Nunca sentiste el menor remordimiento cuando cada mañana te metías mis entrañas en el croissant y me tragabas y masticabas con detenimiento, cuidadosamente y pensando “sé que no va a gritar, sé que no lo hará nunca”. Al fin y al cabo, yo solo era capaz de tenderme en el plato y dejarme untar de mermelada. Quise creer que disfrutar y devorar compartían más que la inicial, pero me equivocaba puesto que ante el vacío de tus oquedades únicamente me necesitabas como sustento y por ello te alimentabas de mí.


Resultaba difícil determinar quién realmente eras porque todo lo que ganabas con tu labia terminabas perdiéndolo por ese típico afán tuyo de acaparar el primer plano. Llegó un momento en el que ni conmigo los focos te quedaban bien y no tuve otra opción que supervisar la escena desde el otro lado y comprobar que lo tuyo no era problema de la luz. Podía haberte despedido, pero confieso que a la cámara le gustaba esa elegancia con la que me hacías perder el control. Toda la trama del guión recayó así en la curiosidad de cuál sería el próximo lugar donde olvidarías la memoria.

  
El éxito fue rotundo y con el apoyo de crítica y público a mí ya no me necesitabas para nada. Fue entonces, sin haberme devuelto ni siquiera las gracias cuando cambiaste mi historia por otras y aunque hoy hace mucho que ha dejado de importarme te sigo guardando el “de nada” por si algún día te me plantas de mera casualidad repitiendo aquello de “piadosas fueron todas mis mentiras...”.








He aprendido que amar y querer y desear pueden pasar la noche en la misma cama e incluso prepararse el desayuno pero que por muy bien que hagan el café y jamás hayan dejado quemadas las tostadas, las prisas de primera hora de la mañana les hacen caducar.